¡Y por fin llegó el gran día!
Melchor hacía honor a sus galones, presidiendo la comitiva. Pegado a él, Gaspar, y a pocos metros de distancia, un joven pero decidido Baltazar.
Sus sueños de Rey mago por fin se habían hecho realidad: carrozas bien armadas daban fe de cuán importante hazaña emprendían.
Todo estaba listo, itinerarios, rutas, víveres -sería una noche larga-. Un plan tan complejo debía ser planificado al milímetro.
Las bestias llevaban semanas bebiendo una media de 135 litros en períodos de 20 minutos, para así aclimatarse a las duras condiciones del viaje.
El personal era de lo más heterogéneos: Taiwaneses, Vietnamitas, Chinos, Balineses e Indonesios conformaban un elenco de jóvenes y valientes voluntarios.
Todo resultó perfecto. Ni en el mejor de los casos se hubiera podido conseguir un resultado tan satisfactorio.
Cansados y contentos, llegaron de nuevo a palacio, donde les esperaba una austera cena basada en arroz, queso, dashi y col.
Por otro lado, hormigas, lombrices y hasta incluso los conejos habían estado almacenando ingredientes en sus madrigueras para que así, no les faltase de nada a los ingeniosos topos.
Nada más abrirse el portalón, algunos rezagados topitos corrían veloces por el salón principal, y en dirección hacia los minúsculos recovecos de los que habían salido. Sus carcajadas, entre nerviosas y plenas llamaron la atención de la recién llegada expedición.
Algunos restos de espumillones aún quedaban esparcidos por el suelo, cuestión que no restó ni un ápice de belleza a lo realizado por los subterraneos roedores.
Una vez situados en el centro del salón, y justo debajo de la fastuosa lámpara de lágrimas que presidía el mismo, los tres reyes magos, acompañados de sus valientes voluntarios, quedaron atónitos ante lo que podían contemplar sus ojos...
Un gigantesco y delicioso helado de turrón era, sin duda, el mejor regalo que uno podía recibir después de toooda una noche de mágico trabajo